BULGARIA


Mientras que el flamante A320 de Swissair hacía sus últimos alabeos, para enfilar la pista del aeropuerto de Sofía en otro rutinario vuelo, aproveché los minutos finales para meditar sobre el destino que  de forma precipitada, y con escasa convicción había elegido. La masificación estival me había dejado como única alternativa este desconocido destino. Anclado en medio de ninguna parte, en nuestra cosmopolita Europa, tengo que reconocer que tenía pocas referencias de lo que me encontraría, salvo buen yogur, y un país del este salido de los rigores de la época comunista. Daba la impresión que una enorme lija hubiese gastado más de lo normal el entorno. Grandes bloques, prefabricados, desmantelados y con aspecto paupérrimo, no hacia presagiar nada bueno, a pesar de que sobre el monte Vitosha, guardián de la ciudad, el sol lanzaba sus últimos rayos.

Mientras el autobús se adentraba en el centro de Sofía pude hacerme una idea de la fisonomía del país. Como en otros regimenes del este, ahora desmoronados, la globalización se cebaba en los últimos vestigios de los setenta mientras que sus ciudadanos parecían vivir de prisa para recuperar el tiempo perdido y mirar de igual a igual al resto de países occidentales. Normalidad aparente, tiendas anodinas del antiguo régimen con olor a nostalgia y naftalina, mezcladas con cadenas multinacionales, coches rusos Ladas y Trabants miraban con envidia a Mercedes o BMW, y jóvenes a golpe de móvil y modelitos ultima moda enfatizaban su lugar en el mundo occidental. Después de un reconstituyente desayuno, subimos con una cierta dosis de frustración a un destartalado, lento e incomodo microbús que era compensado de sobra por un diligente conductor que nos cuidaba como de si sus polluelos se tratase, tanto cargando nuestros cachivaches, ahuyentando la turba de críos pedigüeños que nos acosaban o simplemente cuidando el bienestar de nuestros oídos con étnicas melodías. Una enorme sonrisa, una gesto sereno hacían suponer que su calidad personal contrastaba con su pequeña talla.

Entre verdes escenarios nos adentramos entre montañas en un pequeño valle, en donde la naturaleza atesora una joya: el Monasterio de Rila, uno de los puntos más representativos no solo de la espiritualidad del pueblo búlgaro sino de nuestro viaje. El primer contacto no es espectacular. Unas altas, cuadriculadas y desnudas paredes no hacen suponer lo que encontraremos al cruzar el umbral. Una vez abierta la agrietada puerta de madera al penetrar en el patio, el impacto visual y estético es brutal. No podemos dejar de sobrecogernos tanto del entorno como de su belleza. La pequeña  y  serena iglesia ortodoxa, con plásticas pinturas murales junto con imponente campanario de forma cuadrada ocupa el centro del patio de un edificio cuadrangular y varios pisos de arcos interiores. Todo el conjunto se encuentra en el fondo de un valle y rodeado por altas cumbres que contrastan con los colores ocres de los tejados del monasterio. Entre tanta verticalidad, nuestra imaginación, parece elevarse, cruzando los bosques. El aire es purísimo y no nos extraña que la espiritualidad monacal flote en el ambiente. Entre el silencio de los sobrecogidos visitantes, no es difícil oír el canto de la naturaleza, ni dejarse inundar por los rayos de sol que logran penetrar en el patio. Históricamente Rila, aguanta con dignidad el paso de los años. Acompañados de una taza de intenso café búlgaro, con reminiscencias del turco, y un higo en almíbar, sin duda uno de los frutos mas adulados del país, el grupo se mostraba ilusionado ante las expectativas que estaba generando el país. Sin duda Rila, era un delicioso aperitivo.
Después del baño de espiritualidad, la jornada de hoy, suponía un delicioso, mundano y refrescante contraste en la estación invernal de Borovets. Quizás, pernoctar en una estación de ski en pleno mes de agosto, pueda parecer atípico y descafeinado. Pronto íbamos a descubrir la cara estival del entorno alpino. Desde el balcón del hotel Rila, el paisaje parecía sacado de una postal.  Insultantemente optimista, verde, con altas montañas, que perecían querer devorar al hotel casitas de madera y bosques tupidos de abetos. Sin embargo el ambiente era algo alicaído, como cabría esperar de una estación de ski en plena canícula. A los pies del enorme hotel se desperdigaba toda la animación que ofrecía el lugar, a medio camino entre Benidorm y las estaciones de ski austriacas, terrazas, pubs, bares, tiendas pugnaban por atraer la atención de los pocos turistas que nos encontrábamos. Al lado una enorme ladera en forma de lengua bajaba de forma precipitada desde lo alto en lo se vislumbraba como una de las pistas, ahora verde, sin nieve. La jornada se presentaba relajadamente tranquila: primero una visita al pabellón de caza  del Rey Simeón y la subida a las cumbres en un desvencijado pero espectacular teleférico.             

 Tratar de transmitir lo que produce Plovdiv no es tarea baladí. En el corazón del país, en un cruce de caminos, entre Sofía y Estambul, y rodeada de plantaciones de tabaco, algodón además de centro industrial, que la hacen una urbe próspera, esta urbe es un compendio de culturas. Tracios, romanos, turcos han dejado rastro a doquier. 

Como toda ciudad que se precie, con siete colinas cruzada por el río Maritza; todo es encanto. Desde lo alto del Hotel Bulgaria, en la amplísima calle peatonal que esta invadida de terrazas se puede percibir la explosión vital que se plasma en el trasiego de los jóvenes. Hablamos de una calle muy aparente, escaparate occidental, edificios multicolores de principios de siglo, y rabiosa vida. Sin duda, la principal afición de la gente sobre todo de las hermosas muchachas y los gallardos muchachos, con ropa de lo más provocativo, es ver y dejarse ver en este escaparate callejero. Sin duda este microcosmos recoge vestigios de otras culturas como el anfiteatro Romano, perfectamente incorporado a un centro comercial, o la mezquita turca con su usual pastelería lateral contrasta con los edificios eslavos o el recién llegado McDonalds. Todas las culturas en una perfecta digestión. Viva la globalización.
Pero sin duda la parte más abigarrada y melancólica es su casco histórico que reposa de forma irregular en una de las colinas de la ciudad.  Después de visitar el fantástico teatro romano hay que ascender en medio de una vegetación serena entre el gastado empedrado. No podemos quedar indiferentes ante las multicolores fachadas de las casas, los patios o las pequeñas iglesias. Como joya del conjunto, el Museo de Antropología de poco interés en lo que a museo se refiere pero alojado en la mansión de rico comerciante y con una hermosa sucesión de estancias multicolores con detalles de fina marquetería otomana. La jornada de presentaba relajada y bucólica, atravesando los malditos y atormentados Balcanes, cadena montañosa de donde el país toma su nombre y verdadero elemento aglutinador del espíritu búlgaro. Nunca ha sido un lugar fácil, frontera natural perfecta fue lugar de batallas y disputas entre todos los pueblos que transitaron por la zona. Los turcos fueron especialmente belicosos y los rusos los valedores naturales, como hermanos ortodoxos del pueblo búlgaro con más de diez guerras ruso-turcas a lo largo de la historia. A la entrada del paso de Shipka, encontramos entre la vegetación, como si una fantasía o sueño se tratase, con sus cúpulas doradas brillando al sol a una iglesia rusa que parece sacada de una escena del Mago de Oz en el reino del Nunca Jamás.
Siempre he pensado que las iglesias rusas son como enormes pastelones multicolores. La tarde nos deparaba un encuentro con la naturalaza y una noche en el valle de Etara, en coqueto hotel de madera y rodeado no solo por un exquisito museo etnográfico con una representación de la más representativa arquitectura búlgara sino situado en el seno de una bucólica y cansina aldea de cielos claros, aire impoluto y silencio casi total. Solo los sonidos del agua, los pájaros o el canto de los grillos. El hotel en si con reminiscencias de posada de Drácula, nos ofrecía alfombras multicolor, muebles rústicos de pino, apliques de luz en los pasillos y suelos rechinantes. Solo faltaba una sonora tormenta para entonar el ambiente. 

Hoy tocaba más tipismo Veliko Tarnovo antigua capital y la tópica aldea de Arbanassi nos esperaban. Veliko Tarnovo es además de la antigua capital del estado búlgaro, germen cultural del país una urbe con un tipismo sobrecogedor. Cruzada por las serpenteantes del río Yantra en donde se reflejan melancólicamente las casas que se sitúan en equilibrios amenazantes. No solo se encuentra Veliko, en colinas a doquier, creando entidades urbanísticos dispares según el relieve donde se sitúa tal o cual barrio, pareciendo varias ciudades contrapuestas, sino que el relieve es tan abrupto que en vez de altas colinas, parecen las lomas de un furioso dragón verde. Sin duda, la cita más cosmopolita quedaba para el último día en nuestro encuentro con Sofía. Desde la ventana de la habitación del aparente y pretencioso hotel Downtown además del manto verde se vislumbraban unos decadentes tejados en los que además de reflejar las penurias del país, desplegaban una hermosa gama de colores naturales. Terracotas, arcillas, amarillos, rojos. Era una gama digna de ser plasmada por cualquier impresionista.  Sofía es una ciudad verde, con rectilíneas avenidas, y grandes edificios. Su corazón se haya en la plaza Nezavisimost, alrededor de la cual y de las avenidas que en ella confluyen los puntos turísticos de la urbe. 

Los imponentes edificios de la época comunista son o museos, complejos gubernamentales o simplemente hoteles de nuevo cuño. El incipiente despliegue consumista se abra paso en el bouleverd Vitosha, montaña que guarda a la ciudad y donde marcas occidentales compiten con la creciente iniciativa local. Una vista que merece recrearse, es contemplar la fantasía ortodoxa de la catedral de Alexander Nevski, como un enorme pastel de bodas y pura filigrana oriental. Lo mejor, desde la terraza del Hotel Radisson que ofrece un contraste delicioso con los adustos edificios oficiales que jalonan la plaza. Pero lo que cautiva de Sofía, es su enorme vitalidad. Pasear por Graf Ignatiev con sus mercados, o hacer gastronomía en una de las decenas de terrazas que invaden la calle es lo mejor para sentir el latido de una ciudad que bulle y quiere vivir a toda prisa, sin mirar atrás.  

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