HEREFORD. Poder rural. Retorno al pasado.


Era el tórrido verano de 1980, sonaba un grupo llamado Mecano, y cerraba mis maletas. Era uno de los millones de adolescentes que soñaba con los libres veranos de aprendizaje de idiomas en Gran Bretaña. Un Bac1-11 despegaba de Lavacolla en una pesada tarde con decenas de adolescentes hacía un lugar perdido en la esquina rural de Gran Bretaña. Tras las pintorescas Costswolds, y justo en la frontera de Gales, Hereford era la prototípica ciudad que parece haber sido sacada de cualquier película antigua de Agatha Christie. 
En la pista iluminada del aeropuerto de Bristol daba la bienvenida a los cansados jovenzuelos. Si sobra azucar y melaza concentrada era en Hereford. Un pequeño pueblo rodeado de extensos campos de cultivos amarillos, granjas y aldeitas de casas con vigas entramadas y tejados de paja, sobre horizontes infinitos. Enormes plantaciones de manzanos en donde se estrujaba la sidra más dulce, tradicional, y las bucólicas vacas «gordas» Herefordshire, que miraban con cierta paciencia, sin inmutarse cuando en bicicleta cruzabamos entre campos, desde los barrios periféricos a las usuales clases de inglés en la Herefordshire Technical College. 
Ferndale Road, la morada de los Savidge, mi familia quedaba en lo alto, y se podía observar una incensante sucesión de casitas bajas, metidas entre vegetación. Unos barrios diseñados como si fueran los paisajes de un tren de miniatura. En el medio sobresalían las torres de una de las ciudades más antiguas del país, que a pesar de los años y la modernidad, permanecía inmutable. La antigua catedral gótica, que se miraba en el río Wye, las iglesias, el puente antiguo. Recuerdo los placeres ocultos del viejo pueblo, y sus estampas insufriblemente tradicionales. ¿Estética superada?. ¿Qué a los viajero fetem les pone más lo exótico?. En mi todavía ejercen una potente dosis de seducción. Yo todavía recuerdo Hereford, con todos sus colores. Nada parece haberse difuminado en mi memoria.  

Quizás porque siendo un adolescente optimista, disfrutaba cada placer. Pubs con los cristales ahumados, olor a madera vieja, en donde el olor a sidra se mezclaba con la buena cocina de «campo», teterías tradicionales, que parecían sacadas de un casa victoriana. Tazas de té desgastadas y finísimas te permitían vislumbrar el quehacer de la gente que a toda prisa cruzaba la peatonal High Town, centro neurálgico e imprescindible de cualquier ciudad británica.

Me perdía en los jardines, olor a flores, y desde cualquier cottage el horneado de los Scones, perfumaba el olor a campo mojado británico. Buses, paradas de autobus de maderna, y senderos comunicaban la ciudad con Ledbury en donde con solo cerrar los ojos en su «market place» permitía soñar con la esencia de lo tradicional. Cuando estos días miles de personas, sueñan con destino exóticos, esquinas recónditos del planeta a mi me gusta hojear viejas fotos, desgastadas. Ha pasado mucho tiempo, pero GoogleMaps, me hace descubrir la antigua Hereford, en todo su esplendor. Nada ha cambiado. Quiero perseguir ciertas sensaciones. 
Quizás tenga una temporada «tonta», pero busco cosas tranquilas, y recordar épocas cuando para sentir la emoción del viaje no hacía faltan experiencias sofisticadas o «raras». No se porque, pero Hereford me vuelve a llamar. Quizás para rememorar la primavera de juventud, o tal vez para intentar sentir la misma fascinación por un mundo ordenado, coqueto y siempre eterno. 
Miro ya vuelos para mi retorno a Hereford. Será una de mis escapadas para 2014. 

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