CUADERNO DE VIAJES: Mis recuerdos de Caracas

Poco antes de aterrizar a través de los altavoces del avión comienza a sonar un pegadizo ritmo caribeño; el DC10 bailaba y enfila las pistas de Maiquetia; se aproxima a través de una zona montañosa, al tiempo vemos las pequeñas chabolas de la Guaira. Y de repente, suavemente, el piloto posa el aparato en un aeropuerto que bullía actividad.

La apariencia del aeropuerto de Simón Bolivar-Maiquetía, hoy en día es alicaído y triste. Ya no hay largas filas de imponentes DC 10 de VIASA. Lineas Aéreas de Venezuela. No hay compañías internacionales, y una flota desvencijada mueve un insignificante número de pasajeros. Yo recuerdo entrar en el país de la alegría. Música y más música, cadera cadera, marcha marcha. No dejaría de sonar durante todo el viaje.

Las infraestructuras de Venezuela se han quedado paralizadas; no se construye prácticamente nada y todo lo que hay, se derrumba se colapsa o se deteriora alarmantemente. La autopista que comunica Caracas con el aeropuerto, cruza varios puentes. Uno de ellos hasta se colapsó, por el abandono. Grandes coches, circulaban por la autopista en un país en donde el agua es más cara que la gasolina.

Miro hacia los lados. hay una especie de cutres poblados multicolores, que alfombraban las colinas a uno y otro lado. Como pequeños cuadraditos de azúcar colocados en montoncitos en un mostrador; desordenados y curiosos. Se llaman «ranchitos», y son ni más y menos que normes zonas chabolista, que favorecieron el triunfo de Chávez, en un país que en estos momentos se dirige al precipicio.

1993, cuatro años después del Caracazo, que produjo sangre y dolor. Poco ha cambiado. Recuerdo dirigirme a una residencia de jesuitas españoles en los Teques. Ciudad vecina, en el estado de Miranda. Era humilde, pero estaba en lo alto, rodeado de frutales, y vegetación, y todo era más frondoso. Caminado cuesta abajo, y antes de la cena era hora de tomar unos «pasapalos». Perdón. Aperitivos. En descrepito bar llamado «El Caliente» percibimos un olor penetrante. Unas barritas de hojaldre llamó nuestra atención. Tequeños: unas pequeñas bombas de sabor de hojaldre y queso, fueron lo primero de nuestro viaje.

Tras un reparador sueño, bajamos a Caracas. En un valle, aloja a dos millones de personas y todo era agitación, y actividad. Nuestra visita fue tremendamente rápida. El centro del desarrollo de los sesenta y setenta, se llama Centro Bolivar. Dos avejentadas torres que en su día significaban una proyección exterior, del éxito petrolero del unos de los países más ricos. Nos metemos en el casco histórico. Por desgracia, queda ya muy poco. La modernidad, ha destruído los pocos vestigios coloniales de San Leon de Caracas, una ciudad importante a partir del siglo XVI.

Tengo varias estampas en mi mente. Todas confusas. Gente paseando. Alegre. Puestos callejeros, música. Unas calles ya peligrosas, pero no como ahora

Plaza Bolivar. Es el corazón de la urbe. Blanca, coqueta, tranquila y hermosa. Nos recuerda lo que fue en tiempos coloniales. La blanca Catedral de San Francisco, desde su humildad, es un venerado templo entre los caraqueños. Compro unos manises, y alimento a las ardillas.

-Palacio Legislativo: En la misma zona, destaca por su gran cúpula dorada. Si en aquel momento, sabías que tras aquellas verjas se dirimían los destinos del país, hoy sabes que hay dos parlamentos. Uno legítimo, y otro Chavista que se agarra a una sociedad que se desmorona.

Panteón Nacional de Venezuela: Donde los gerifaltes bolivarianos hinchan su pecho. Construída como Iglesia de la Santísima Trinidad, fue destruída por un terremoto, y reconstruída para acomodar a los héroes de la patria. En su día se veneraba a su liberador, hoy es una glorificación paranoica.

Teatro Teresa Carreño: Al final de la Avenida Simón Bolivar, es uno de los intentos más destacados de hacer de la urbe venezolana algo moderno y avanzado al igual que su modélico metro. Aunque parezca un enorme bunker, es más bien un canto al futuro y a la modernidad.

La Caracas más moderna: Detrás del teatro está en Parque los Caobos. Uno de los pulmones de una ciudad ruidosa, bulliciosa, y muy calurosa. Estaba cansado, y este parque de paz fue un lugar para poner punto final a nuestro paseo por la Caracas de siempre. En sus márgenes, recuerdo el Museo de Bellas Artes o Ciencias Naturales. Y la icónica iglesia de Santa Rosa.

Más allá, los barrios más privilegiados, y la Caracas más moderna. Plaza Venezuela, el reflejo de una gran capital, el Centro Financiero; Parque Central con sus altas torres, y el epicentro de las compras. La Peatonal Sabana Grande. Dudo que hoy resulte tan sofisticada como en aquel momento. Nuestra jornada terminó en el Centro Gallego. Sí; no hacía 48 horas que habíamos salido de Galicia, y ya nos refugiabamos en este oasis de paz. Uno de los Clubs más guays de Caracas, indica el poderío de unas de las comunidades más prósperas del país.

Volvímos a los Teques. La noche cálida entraba por nuestras ventanas. Y recordaba una ciudad sugerente, atractiva, y voluptuosa.

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